El mar se extiende, ante mis ojos deslumbrados por su luz, como un lienzo de seda suave, rizado por la brisa marina, ondulante, entretejido por los rayos del sol, con un millar de diamantes brillantes.
Intento tocar su suavidad pero mis manos se hunden una y otra vez sin conseguir permanecer sobre su fría superficie.
El agua me acaricia, la luminosidad me embriaga, la fresca brisa me llena mientras trato de adentrarme paso a paso en la calma de este mar que hoy me brinda tranquilidad, me envuelve con su suave color turquesa, transparente, limpio, hermoso.
Disfruto de estos momentos felices sabiendo que habrá un tiempo en que este mismo mar se oscurecerá y apagará, se volverá gris y helado, se encrespará y elevará con toda su furia, llegando a ahogar toda la paz que ahora siento, pero sabiendo que una mano, su mano, esta sujetando la mia, una mano que es más veloz y certera que las furiosas olas, que volará como lo ha hecho otras veces para sacarme de la profundidad del dolor y ponerme sobre una roca firme en medio de la oscuridad, en lugar seguro y seco, hasta que la tormenta cese.
Y al instante Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo
y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?
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